lunes, 10 de diciembre de 2007

Abrazos con aroma a campo



Una mañana soleada caminaba de la mano de mi madre por una calle de Elche. De repente vi un sueño de carne y hueso en la otra acera. Nunca antes había visto a mi padre a esa distancia. Su imagen privada de su olor, a Naturaleza viniendo de trabajaba del Huerto del Cura, se me hizo insoportable. Crucé sin mirar y una moto que pasaba en aquel momento me arrastró hasta un palmeral, que fue donde el conductor logró frenar del todo con el lastre de mi cuerpo aferrado a su tobillo izquierdo. Aparte de unos rasguños en las piernas con la arenilla del asfalto no me pasó nada. No fuimos ni al médico. Una mujer, testigo del accidente, nos cobijo en su casa y trajo dos vasos de agua con vinagre, una para el susto del motorista y otro para el mío. 

¿Cuántos años tiene? 

Cinco, contestó mi madre.

¿Por qué ha cruzado tan deprisa? 

Porque me ha visto, dijo mi padre. 

La mujer entendió que así sólo se cruza por amor. Había más gente y algunos preguntaron: 

Niña,¿Por qué has cruzado sin mirar? ¿Qué has visto? 
Y no entendían la razón. Yo daba agrios sorbos, el vinagre diluido no sé si quitaría el susto pero al menos desviaba la atención.

No han vuelto a atropellarme, me acostumbré a mirar a los dos lados de la calle antes de cruzar.
Pero aún hoy, por mi padre soy capaz de volver a cruzar la calle sin mirar.
Sigue oliendo a Naturaleza. Ya no huele a alfalfa como cuando la segaba en el pueblo, ni soy la niña que se abrazaba a sus piernas cuando llega a última hora de la tarde. Ni huele a palmeras como aquel día en Elche. Ahora huele a olivos y almendros de la parcela donde, desde que se jubiló, invierte su tiempo. Nadie huele igual.