jueves, 14 de julio de 2016

Ausencia

Desde que no te leo peso 21 gramos menos.

martes, 11 de agosto de 2015

Campo de estrellas


Se erotiza mi lengua y acaricia mis dientes al evocar tu nombre: Itziar. Fue el mejor año de mi vida, y también el peor, digo mirando la foto que guardo en un sobre con letras azules dentro de un cajón. LLevas la misma ropa ajustada de entonces y conservas intacto el brillo de los ojos. Basta mirar tu imagen e inspirar lentamente para recobrar el ritmo de tu respiración en mi hombro, para revivir tu olor a flores confitadas y besos de sal, para saborear de nuevo las almendras tiernas de tu boca, Itziar. Hoy digo amor en todos los idiomas que sé a medias, mientras tú sigues sonriendo en la foto como si me vieras. Tu figura se empaña de emoción y tu juventud insolente cobra crueldad de espejo y refleja a un hombre de mirada vieja y corazón sensible. No he olvidado nada, Itziar, ni siquiera el trastorno bipolar de aquella primavera loca; el sol nos daba latigazos de calor, la lluvia salpicaba los cristales que mi madre acababa de limpiar siempre, y el viento nos despeinaba con arrebatados soplos y jugaba a levantar el ruedo de tu falda y arrancarme la primera chaqueta de adulto que mis padres me regalaron para reyes.
Las fotos del primer y último verano contigo muestran la versión más feliz del joven que fui y el pulso levemente acelerado en mis sienes adultas, confirma que aún me estremecen lejanos acontecimientos, Itziar. Recuerdo el cariño y la avena que le dimos a Chusky, la perra del pastor, para sanar los recovecos de su alma intestinal. La risa de nuestras travesías por los campos de maíz, los arañazos en tus piernas, dibujos resecos que me atreví a borrar humedeciendo al principio la yema del dedo y después directamente con los labios y la lengua. El último curso acabado con buenas notas. El calor del verano medrando a la vez que nuestro amor. Los abrazos en la playa, arropados por la complicidad del acantilado. La sorpresiva pregunta de si te amaba y mi callada respuesta: ¿Cómo iba a saber amar si no había aprendido a vivir? !Me costaba todo tanto esfuerzo! Nunca tuve facilidad para nada que no fuera sentir el peso de las nubes en mi cabeza, Itziar. Era un chiquillo arrastrando siglos de tormenta. Tú cambiaste la triste sinfonía de mi existencia, y yo inventé un dialecto solo para ti,  mezclado con otros idiomas el poco euskera que sabía, lo inventé para decir ternuras sin tener que pronunciarlas literalmente y evitar sentirme rídiculo. Me erotizaba el estallido de tu risa al oírlo. Solo tú fuiste capaz de descifrar que nunca aprendi nada del todo. Ni siquiera a vivir. Te burlabas de mis torpezas, y tu befa risueña, lejos de la ofensa, invitaba a mejorar.
Se erotiza mi instinto canibal al pensar en tu cuerpo, Itziar. Queso idiazabal, pan de hogaza, y pasto aspirado a las afueras del caserío. Saco mi zurrón trashumante y mastico tu recuerdo como quien ama el pan con dientes de leche y aplaude el queso con las muelas del juicio. Soy una vaca rumiando nuestra historia en la hierba fresca. Me la trago y la regurgito entera para volvermela a tragar en este ritual afectivo.
Quizá ya era todo un hombre, Itziar, pero lloré como un crío cuando mis padres me anuciaron en octubre y con tanta alegría el traslado.
Quizá ya era todo un hombre, Itziar, pero no supe qué decir cuando me entregaste la carta para que la leyera al llegar a  Melbourne.
Quizá ya era todo un hombre, Itziar, cuando saqué tu foto del sobre y acepté el compromiso de escribirnos a 16.981 kilómetros de distancia, al menos una vez al año, mientras nos recordáramos, y leerlo a un campo de estrellas.
!Como si se pudiera olvidar! La perspectiva del tiempo sirve para poner focos de luz a los momentos felices que vivimos sin saber la importancia que tuvieron. Te amo, Itziar, desde la altura de los pinos que miran al mar, y desde aquí abajo. Te amo, Itziar, y me hago suelo para reflejar tu cielo. Te amo, Itziar, y ya no me da vergüenza decirlo, quizá porque de todas formas te ries, y con tu risa erotizas la piel de mi cuerpo entero. 

He inventado la palabra erostalgia, Itziar, y he probado todas las preposiciones y la mayoría se adaptan bien entre el verbo leer y el significado de tu nombre.

martes, 14 de abril de 2015

Iguazú


Mateo ve alejarse su delgado cuerpo y cuenta las horas que le faltan para poder volver a verla. Suele venir todos los días, a eso de las diez de la mañana. Compra un pan payés, partido en rajas, y él cualquier día se va a cortar los dedos por mirarla. Buenos días, le dice, no le da más conversación. Alterna un hasta luego con un hasta mañana y los ata con un adiós. Así lo hace. Pero la otra mañana le deseó, les deseó, Feliz año Nuevo a él y a su señora, a los dos. Estaba ojerosa. Su mujer también tiene ojeras, por eso se casó con ella. El apoyo oscuro de sus ojos fue lo primero que le gustó de Elena. Sí, su mujer también tiene ojeras, pero son de otro color. Marrones. Las de Iguazú son malvas. No se llama Iguazú, claro, se lo ha puesto él en honor a lo que siente. Le da un vuelco el corazón cada vez que la ve y sus emociones se derraman con furia de cascada, como las cataratas.
Mira a Quietud arrastrar sus zapatillas viejas hartas de harina y se pone a pensar. Su mujer se llama Elena, pero él le puso Quietud hace mucho, mucho tiempo. Porque ella es la calma por más que trabaje y sude, que vaya o venga. Siempre Quietud.
Mateo adora las llamas tranquilas que arden y los unen, el crepitar de las ascuas que doran el pan que venden y que comen. El pan suyo y el que se come Iguazú. Claro que ha soñado amarla. Ayer le tocó la mano al devolverle el cambio, y todavía está tonto de pensarlo. Pero para eso basta con cerrar los ojos cada noche, con apagar la luz. Anoche hizo el amor con Quietud con la misma pasión de cuando estaban recién casados, de cuando aún eran novios. Besó por fin una y mil veces los labios carnosos de Iguazú. Su mujer los tiene delgados, pero anoche se le engordaron, mientras la besaba, o eso le pareció.
Ahora acaba de irse, pero hoy ha sido Elena quien le ha despachado. Mateo no ha tenido valor, se ha limitado a mirar su cuerpo, que tiene un escorzo danzarín, ahogándose de emoción, arrimado a la boca caliente del horno. Y está esperando que se acabe la mañana, la tarde de hoy, la noche, y que amanezca pronto y lleguen por fin las diez de la mañana para que vuelva a salpicarle el agua fresca y limpia de las cataratas.
Realmente no espera nada más. Sólo aguanta la salvaje caída del agua durante unos instantes al día. Cinco minutos, diez a lo sumo. Los mil cuatrocientos treinta y cinco restantes le gusta pasarlos en calma. La tempestad está bien, se  desea, se busca, y se necesita de vez en cuando. Pero la furia acuática es como un sueño. Y es lindo soñar, y Mateo duerme y sueña. Pero, si ha de elegir, prefiere estar despierto.
No, nunca le dirá nada a Iguazú. Necesita el ruido, es estrépito del agua, durante cinco minutos al día, diez a lo sumo, y el resto del tiempo tranquilidad. Veinticuatro horas de Quietud es lo que tiene, y es lo que quiere. No es necesario que elija.
(Este es uno de los relatos que más satisfaciones me ha dado, fue 1º Premio de la revista Escribir y Publicar en al año 2001)

miércoles, 1 de abril de 2015

El mismo tam tam


Pasó del bienestar absoluto al mayor desasosiego. De flotar sin más preocupación que disfrutarlo a sentir la imperiosa necesidad de desplazarse. De tener el estómago lleno y pacífico a sentir un vacío inmenso y una marea nueva que le impelía a salir, a buscar alimento fuera. Su cabeza provocó las primeras contracciones. Su cuerpo a proporción más pequeño iba detrás. Era duro empujar, costaba trabajo abrirse paso por el estrecho canal, caliente y pegajoso. Atravesar ese conducto cansaba y dolía. Pero por algún motivo, todavía incomprensible, resultaba necesario.

En el primer recodo olía a infancia; un canturreo en clase de matemáticas para aprenderse las tablas de multiplicar y un golpe en la espinilla, junto al borde del babi azul, a la hora del recreo. Luego, en la juventud, el sabor de un primer beso y el dolor de unos labios que se alejan para siempre custodiando la dulzura de su lengua, la suavidad de sus dientes. Hubo estatuas en los jardines y de vez en cuando la insólita visión de una ardilla y la cola de un pavo real abierta en forma de abanico. Horas de disciplina militar, de sueño y de vigilia, de libros de medicina, y más tarde de consultas, algunas a deshora. Después una boda y un hijo. Otro hijo y un divorcio. Convenciones, champán, viajes y cenas. Traslados de hogar por los cinco continentes. Cuentakilómetros, soles, colinas que subir, conciertos que escuchar, amaneceres, aviones, barcos, a veces trenes. Supo en qué bolsillo guardaban sus secretos las mujeres. Un sinfín de búsquedas y encuentros, de silencios y diálogos, de sucesiones tan maravillosas y habituales como el día y la noche. Y luego el ocaso que da comienzo al fin. Pasó del malestar absoluto a flotar en la mayor paz.

La fricción del túnel materno apretando la carne en su carita. Doblando hacia adentro los huesos de su cráneo. Parar y seguir empujando. Sudor y sangre. Jadeos. A un plof que tiene que ver con el agua de los ríos y del mar, con peces que resbalan, con semen y sebo, salió a una luz deslumbrante, cegadora. Unas manos grandes lo cogieron de los tobillos y lo agitaron en el aire, cabeza abajo, le dieron golpecitos en las nalgas, y lloró. Lo apoyaron en el pecho de su madre y notó los latido de su corazón, igual de rítmicos, pero un poco más acelerados que cuando estaba dentro. El tam tam de la vida. El ciclo que empezaba y terminaba al mismo tiempo, porque el trayecto recién recorrido no haría otra cosa que repetirse en adelante, y las mismas sensaciones volverían a instalarse en los recodos de sus sesos en multitud de situaciones. Nacer y morir es lo mismo. En el tiempo que dura encontrar la salida del laberinto no somos más que un pez que resbala en el agua, o una muestra de piel al viento. Pequeños, grandes. Mojados, secos.
 

lunes, 9 de marzo de 2015

Egoísmo

Y sólo les preocupó el dehielo Polar Ártico cuando sintieron el frío del agua alrededor de la cintura.
         


miércoles, 25 de febrero de 2015

Eloísa

La tía Eloísa vive en el museo del vídrio. Se encarga de retirar el polvo de las piezas con un plumero. Nunca ha querido confesar su edad. Sólo sabemos que pertenece a otro tiempo. Lleva el pelo recogido en la nuca con una peineta de carey. No se tiñe las canas, no se pinta. Viste de oscuro y habita un cuarto de dieciseis metros cuadrados más allá del porche, donde no llegan los turistas ni los grupos de mujeres que lo visitan. Tiene una cama de niquel con colchón de lana, una mesilla de nogal con orinal de cerámica, un armario estrecho y una balda con un par de zapatos para cada día de la semana. Habla de los diferentes tipos de grabados que adornan el cristal; veneciano, al ácido, y a la arena el más antiguo y que a ella más le gusta. Su pieza favorita es una frasca del siglo XVIII labrada, la de mi hermana una compotera decimonónica y la mía un pequeño embudo de 1787, aunque también me gusta un tintero de 1830, y un esenciero con forma de fuelle.
La mala suerte, sus años y un trozo de suelo congelado en el patio, la han hecho resbalar y romperse varios huesos. Tía Eloísa tiene ahora la voz de una niña a punto de echarse a llorar. Ya no habla del polvo que acumulan los recipientes de farmacia. Dice cosas muy extrañas:
Enamorarse es sentarse en una nube a mirar tejados. Estar loca y disfrutarlo. Vivir en el fondo del mar con una escama en cada poro. Volar. Yo he sido una mujer con alas, aquí donde me veís, porque él me amó y lo amé.
Parece triste al pronunciar y sin embargo se le iluminan los ojos cuando habla, y se le arquean los labios cuando parece soñar y calla.

sábado, 21 de febrero de 2015

Exhibicionismo

El hombre de la gabardina agarró con firmeza los bordes de la prenda que le cubría el cuerpo. Los apartó de sopetón al cruzarse con ella, que quedó escandalizada por completo. Jamás en su vida había visto algo tan obsceno; una víscera oscura, llena de venas azules, latía en su pecho.