jueves, 17 de julio de 2008

Gente interesante

La pareja de chinos que cenaba junto a nosotros, en un restaurante italiano de París, me miraba cuando me reía. Así que me dije, intenta contenerte, chica, que se pueden mosquear contigo. Primero me miraba el chino, que estaba justo enfrente, y yo me ponía seria y bajaba la vista al plato. Pero como soy de risa fácil y memoria floja, luego me miraba la china, que estaba sentada junto a mí a un bolso pequeño de distancia. Y entonces volvía a pensar, Carmen, retente un poco que los tienes tan cerca que el aire que provoca tu risa les puede volar la servilleta. Así, intercambiando la sopa y la ensalada, de donde comían un rato cada uno para volverlo a intercambiar, acabaron ellos el primer plato. Hasta que la china me dijo:
-Yo hablo español.
-¡¿Ah, sí?!, exclamé verdaderamente sorprendida y también contenta de no haberles ofendido.
-Él me dice todo el tiempo, habla, háblales, que son españoles y practicar un poco te vendrá bien.
-Y, ¿Dónde lo has aprendido?
-En Málaga.
-Pues lo hablas muy bien.
-Gracias.
-¿Hace mucho que aprendiste?
-Eh…, mucho sí. Doce años.
-¿Te gustó Málaga?
-Oh…, mucho sí. Adoro España.
-Yo vivo en Madrid.
-Yo en Canadá, oh…, junto a… ¿cómo se dice agua? Niágara.
-Cataratas.
-¿Se dice cataratas?
-Sí, las cataratas del Niágara, o el río.
-Junto a río, cerca de cataratas, en Norteamérica.
-¡Entonces conoces un montón de idiomas!
Ella le iba traduciendo a su pareja que nosotros éramos de Madrid y él asentía con la cabeza, cuando el camarero sirvió el segundo plato y en la pantalla de la tele la selección española salió al campo a disputar un partido contra los italianos.
-Oh…, mucho no. Inglés, francés, español y un poquito de alemán.
Para mí, tan ignorante como soy, es mucho y se lo dije. Hablamos del tiempo que permaneceríamos en la ciudad y de si era nuestra primera vez en ella, de si nos gustaba lo que estábamos viendo y cuánto. De que andar unas distancias tan grandes era muy cansado y de los altos precios a razón del dólar y del euro. Al rato, ya nos reíamos juntas y sin remordimiento. Pagamos simultáneamente la cuenta y ella reclamó preguntando: qué es esto, y tuvieron que reconocer el error y descontarle un veinte por ciento del total porque se habían colado en el ticket un par de cosas que ni habían pedido ni habían probado y cuyo precio no hubo forma de justificar. Dejó cinco euros de propina y al mismo tiempo que doblaba el billete en el plato me preguntó si el IVA estaba incluido aquí, le dije que sí, que no era necesario dejar más, era voluntario, y ella soltó una carcajada y recuperó el billete, pero el chico que la acompañaba enrojeció e hizo un gesto de vergüenza. Ella me explicó que en Canadá la propina, de un diez por ciento, es obligatoria y por eso… Al final pactaron y dejaron sólo una moneda de euro. Salieron un poco antes que nosotros del local y ella sonreía y me decía adiós con la mano desde la puerta, pero antes de levantarse se había despedido asiéndome los brazos y me había dado un par de besos en la cara diciendo:
-!Hasta luego!
Así es una parte de la gente que he conocido en París.
Como el niño de Puerto Rico que se sentó al lado mío en el autobús turístico y entablamos conversación mientras las ramas de los árboles nos rozaban la cabeza. Había estado en Venecia, muy bonito, pero esto tiene más monumentos, dijo. Y en Madrid, de donde le había subyugado los chupa chups porque en su país no los vendían. Se bajó cerca del Arco del Triunfo y desde la acera miró hacia arriba, pero antes de bajar la escalera hacia la primera planta del vehículo volvió la cabeza y dijo:
-Bueno, encantado de conocerte.
-Igualmente, sigo pensando, y eso fue lo que contesté.
O la pareja inglesa que preguntaba por el Charles De Gaulle (que no huele a nada de nada por cierto) cuando yo arrastraba mi pequeña maleta de regreso ya hacia el aeropuerto para volver a Barajas.
-¿Spanishhh?
Respondí en afirmativo.
-¿De dónde? Mi español es limitado, se disculpó.
-De Madrid. Mi inglés casi nulo, pensé.
La señora se llevó una mano al pecho y exclamó:
-¡Madrid paella!
En fin.
Los franceses del hotel, que no entendían español, ni pusieron mucho empeño, me dieron la planta 23 (el ascensor subía como un rayo, en segundos) y en recepción no me pidieron el D N I, no les interesaba mi nombre ni mi procedencia (de todas formas, con este acento "Madrid-paella" la tez y el pelo tan moreno, nórdica no parezco), sólo la tarjeta de crédito y la firma que la pusiera en funcionamiento de originarse cualquier gasto tipo minibar. Me debí de poner mu fea porque el empleado haciendo un primer y último esfuerzo dijo:
-Es precaución.
-Le problem, tendría que escuchar más tarde, cuando la expendedora de bebidas se tragara los dos euros y no me diera el agua. Nada a cambio. París es una fiesta, sí, pero también es un atraco a mano y a máquina. Y bastante aséptico todo, los japoneses fotografiaban el discreto geiser que se forma junto a las acera y lava los dos lados de las calles con un arroyo programado.
La máquina de escribir es de Ángel, un señor de Vejer de la Frontera, Cádiz, que tiene una colección de radios memorable, pero no crean que está anclado al pasado, nos estuvo enseñando también unas graciosas imágenes de Franco en Internet.