Yo una vez fui negra. Era martes por la tarde, lo recuerdo muy
bien. Doña Lucía, la maestra, apenas nos hacía trabajar después de comer. Las
matemáticas y el lenguaje se daban por la mañana, luego, de tres a cinco, se
hacían trabajos manuales y los martes las niñas cosíamos mientras ella leía
pasajes del Quijote, travesuras de Antoñíta la fantástica o aventuras de un
guerrero africano llamado Orzowey.
También recuerdo que era mayo. Los altares a la virgen estaban
puestos todo el mes, llenábamos frascos de cristal con rosas y todos los días
cantábamos "Con flores a María" al entrar en clase . El agua de los
frascos se enturbiaba enseguida y olía a podrido cuando se tiraba, pero las
flores, frescas o marchitas, olían siempre bien.
Aquel martes estuvimos en la selva mientras bordábamos pétalos
rosados en el embozo de una sábana y su almohadón. Había que cruzar los hilos
por debajo para que se transparentara el color, las hojitas estaban dibujadas
en la tela, doña Lucía calcaba los diseños con un papel de seda. En la selva
llovía esa tarde y el agua llovida lavaba las heridas de nuestro guerrero
favorito a la hora de demostrar su hombría, él apartaba ramas verdes y
brillantes con su lanza para poder pasar.
Terminado el capítulo recogimos la costura y nos pusimos en doble
fila para salir.
—Tú eres negra, me dijo la
ratoncilla, una chica pecosa con la piel casi transparente de blanca, la nariz
muy fina y ojillos grises.
Abrí la boca para rebatírselo, porque las dos nacimos en el mismo
sitio, pero no dije nada. Mi piel era mucho más oscura que la suya y mi pelo
era absolutamente negro, rizado. Cerré la boca y me quedé muda cuando al poner
el primer pie fuera del aula crecieron helechos en el suelo, de ordinario seco
y polvoriento. Hacía mucho calor, un calor distinto, húmedo, cercano y
envolvente. Puse fuera el otro pie y apareció una palmera. Las demás niñas
desaparecieron. En el siguiente paso vi monos dando gritos y saltando. Luego
llovía a cántaros y una serpiente se enroscó en la rama de una árbol enorme que
yo no había visto nunca. El agua de esa lluvia era caliente y yo iba descalza.
No había polvo en el suelo, ni tierra, todo era verde, todo era selva. Miré la
pupa de mi rodilla izquierda, tan oscura como el resto de la piel, los pies y
las manos por las dos caras, las palmas mucho más claras que el envés. Me toqué
los brazos negros, los aros grandes en las orejas pequeñas, suaves y pegadas a
la cabeza, la nariz ancha y los pómulos pronunciados, las trenzas que salían
del cráneo, los labios gruesos y la altanera, mandíbula separada del cuello.
Duró hasta que llegué a casa. Nadie se sorprendió, ninguno de mis
hermanos dijo nada, ni siquiera lo notó mi madre que era la única persona capaz
de adivinar incluso las cosas que no se ven.
Pero os aseguro que yo una vez fui negra.