domingo, 10 de noviembre de 2013

El cojín

Mi madre forra un cojín de nylon, tela poco propicia a tal fin, desde luego, en azul eléctrico con espigas negras como una premonición. Lo pone en la butaca de mimbre, lo admira orgullosa y sale a comprar el pan al horno de arriba con la bolsa colgada del brazo, dejándonos solos a Julián y a mí ese rato. Mi hermano tiene ocho años, yo siete. Pone ojos de qué bien me lo voy a pasar con lo que tengo a mano, yo pongo ojos de no se te ocurra que ya verás luego. Pero nada. Tira el cojín y me da de lleno en la cara, se ríe, se lo devuelvo y lo esquiva, se ríe. Lo vuelve a tirar y me aparto, el cuerpo del delito roza la llama de la estufa de butano y se le abre una boca grande y negra que da miedo, ya no se ríe y yo tampoco. Nos vamos a enterar después de esto.
Coloca el cojín escondiendo la falta y habla conmigo muy en serio, no se lo digas, no le digas a mama que he sido yo, que me mata, dice, no te chives, añade, y me lo ha pedido por favor. Pactamos, ninguno dirá nada. Pero mi madre es una mujer de olfato infalible, intuición a raudales y recursos más que suficientes para hacernos confesar.
Entra derecha, oliendo el aire y mirando alternativamente al cojín y a nosotros. Le da la vuelta y libera una especie de grito dividido entre dolor y sorpresa.
Quién ha sido, pregunta. Nadie, no ha sido nadie.
Trae la taza y el cuchillo. Es la peor escena, se trata de fingir que mata a mi hermano como hace cada sábado con una gallina de nuestro corral que el domingo nos comemos guisada en pepitoria, para que admita su falta o confiese yo para salvarlo. Yo hago el recado, él pone el cuello. Los dos temblamos. Pero hay que ver como se enternece María con el dulce cuello de su galán como ella lo llama dispuesto al sacrificio, lo está viendo y no se lo puede creer. Dice que cede por no matarnos y la puesta en escena queda descolgada del dramatismo teatral. No habrá estreno.
En mi primer ordenador escribo algo muy parecido a lo que acabáis de leer, pero el texto se esfuma y no sé recuperarlo, entonces me digo como la zorra de la fábula, bah, total, no valía la pena contarlo.
Un poco después lo escribe mi hermano, lo manda a un programa de radio y Juan José Millás lo lee en antena. El cuento es el mismo, pero con licencia poética porque en el suyo la víctima soy yo.
Estoy segura de que es él, pero aun así le pregunto a mi madre que tiene un ordenador en la cabeza y dice: era él, era él.
Vuelvo a escribirlo y lo lanzo al espacio de los mundos virtuales donde tarde o temprano mi hermano lo encontrará, no digáis nada, cuento con vuestra complicidad en este juego. Antes nos lanzábamos cojines como rayos, ahora hemos crecido y nos lanzamos relatos.

                                                                                                          19, abril de 2007

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