domingo, 14 de diciembre de 2008

Álbum de emociones


2008. En cinco ocasiones he tenido un traje de novio al lado, en un banco de la iglesia, delante de un cura primero, y luego en la mesa presidencial de un salón donde celebrar bodas con muchos invitados.
Las cinco veces se trataba de novios jóvenes y guapos. Hombres que me querían y a los que yo quería.


1981. Julián tenía 22 años cuando se casó con María Luisa. Mi madre dijo que la madrina sería yo, porque era más joven y más fotogénica que ella. No hubo discusión. Mi hermano llevaba un traje azul marino y la novia un vestido en color cava. Yo tenía 21 y todo me hacía ilusión; encargar el traje sastre a medida, probármelo todas las veces que fuera necesario, y pagarlo con mi sueldo, que no era muy alto. La falda y la chaqueta color cereza, las confeccionó un modisto que hoy sería gay, pero al que entonces le decían mariquita, tenía muy buen gusto, asesoraba a las novias y a las madrinas, me aconsejó una camisa en crudo de cuello romántico y un sombrero de fieltro con una pluma. La vecina dijo que parecía una azafata.
Era nuestro estreno como protagonistas absolutos del día, los novios estrenaban, además, una nueva vida. Una vida en común que solo la muerte, 25 años después, truncaría.
Pero esa es otra historia.
El convite se celebró en la alameda de Osuna. Pablo y Emi, aún no sabían pelar los langostinos.


En 1985 el novio era Alejandro, mi novio. Era invierno. Dicen que da suerte llevar algo nuevo, algo viejo, algo prestado y algo azul. También dicen que novia mojada, novia afortunada.
No sé. Pero lleve pendientes prestados, vestido nuevo, medalla vieja y liga con cinta azul, (la había cosido yo misma, en Sevilú) por si acaso. Cayeron unas gotas al entrar al templo y nos mojaron.
Realicé todos los preparativos, paso a paso, muy relajada. Luego vino la peluquera a colocarme el velo.
Estuve tranquila hasta la una, como si todo aquello no fuera conmigo, pero cuando bajé del coche de mi padre y vi a la gente, familiares y amigos, esperando a que mi hermano Jesús, que era el padrino, me cogiera del brazo, me empezó a temblar, de repente, el ramo.
Héctor, el primer hijo de Julián, tenía 19 meses y se entusiasmo cuando apagarón las luces del salón y con la música de la guerra de las galaxias, entre rayos de colores, la tarta bajó del techo.


1987. Te va a tocar otra vez, -dijo mi madre. Jesús también tenía 22 años, también celebró el banquete en la alameda de Osuna y también me tuvo de madrina. Era primavera. Mi hermano llevaba un traje gris y la novia un vestido blanco. Yo estaba muy delgada. Me puse una falda de tubo y una camisa con aplique de lentejuelas, además de un sombrero con un velito, como los que salían en algunas películas de los años cincuenta. La vecina dijo que parecía una modelo.
Trabajábamos en Risi: mi padre, Julián, Jesús, la novia (a quien conoció allí) y yo. La empresa entera estaba invitada, fue una comida muy alegre. En mi tercera boda tenía 26 años y una hija. Una niña de 20 meses que paseó su dolor de oídos metida en un vestido de terciopelo azul, con lazos blancos, dando mordiscos al pan como si fuera el mejor manjar del mundo. Héctor se sentó, muy formal, al lado de mis hermanos pequeños, sus tíos. Pablo y Emi, todavía no sabían pelar bien los langostinos.


De pequeños el año 2000 estaba muy lejos. Se esperaban grandes cambios a nivel tecnológico y humano. Los más agoreros pronosticaron el fin del mundo. Y no sé de quien partió la idea de que fallarían todos los ordenadores.
No ocurrió nada de eso.
Emilio se casó con Consuelo a los 28, la edad de la emancipación se iba retrasando. Los jóvenes cada vez vivían mejor y se aseguraban de poder seguir haciéndolo.
Le dije a Emi que sí porque lo quiero, y me puse de largo. La vecina dijo que iba elegante. Pero a la cuarta boda no se lleva la misma ilusión que a la primera. Mi hermano llevaba chaleco y corbata gris perla, Consuelo un vestido de novia blanco.
La familia había crecido mucho. Mis padres ya tenían seis nietos, dos de Julián, dos de Jesús, dos míos.


2004. Pablo se casó en septiembre. También a los 28, como si las historias tendieran a repetirse para cobrar fuerza.
El traje de Pablo hace juego con el de Cristina. Su chaleco es color vino de Burdeos, como el fajín de la novia. Yo otra vez voy de largo. Soy la madrina, lo han adivinado. La vecina no dijo nada de mí.
Los novios iban muy guapos y estaban muy alegres, pero algo triste vibraba en el aire, y lo notábamos. Hubo tensión en el baile, cuando mi madre ya se había retirado agarrada al brazo de mi padre. Hay algo que solo entienden y explican los abrazos. Se cerraba un ciclo y lo sabíamos. Fue la última boda, las últimas fotos de todos juntos.


2008. En la tela de los hombros del traje de novio de Pablo, ya guardado en el armario, hay unas gotas de agua evaporada con restos de sal, junto con las dactilares de todos, también de Julián.

martes, 2 de diciembre de 2008

Mi otro yo


Arropé a los niños cuando se durmieron y me fui a sentar al comedor. Ese rato es para mí uno de los más agradables del día; silencioso, tranquilo, relajado, y a menudo útil, que suelo aprovechar para leer, si no estoy muy cansada o tengo mucho sueño, preparar la comida del día siguiente, o coser lo imprescindible. Abrí el costurero y cogí una hebra de hilo azul, el color más similar que encontré para meter el bajo de los pantalones vaqueros que me había comprado por la tarde. Mientras enhebraba la aguja al trasluz de la bombilla, un dedo infantil tocaba los bordes de la de la estampa de la tapa. Siempre hace lo mismo. Quité el volumen a la televisión.
La mano de la niña era regordeta, se le formaban hoyuelos en los nudillos.
-Hola, dijo, y se puso a pinchar con otra aguja el vestido de una bailarina, acribillando el bajo hasta formar un encaje nuevo. Un ruedo blanco de falsos bolillos. La estampa está aniquilada a pinchazos y aún se ve el dibujo, me sorprende que dure tanto.
-Hola, respondí, mientras medía con la mirada su brazo, desde la muñeca al hombro.
Llevaba un jersey rosa de lana gruesa, tejido a mano.
-¿Esta es tu casa?
-Sí, ahora vivo aquí.
-¿Te gusta vivir en un piso?
-Bueno… sí.
-¿No echas de menos el pueblo?
Su aliento olía como el agua de azúcar que nos daba mi madre para los males de garganta, y su cuerpo a lápices Alpino. Tuve que pararme a pensar antes de contestarle.
-No, todo no, sólo algunas cosas.
-¿Qué cosas?
-Pues… no sé muy bien. Recuerdo a padre trabajando en la era, y el picor del polvillo que se nos pegaba a la piel en el verano, las hileras de hormigas negras, la mula dando vueltas y la trilla arañando el grano con las esquirlas de piedra. Me gustaba sentarme en el rodillo a contemplar las nubes azafranadas del crepúsculo. También me agradaba el olor del pan recién traído del horno, todavía tibio, y la nata que hacía la leche al cocerse.
-En la tienda vendemos azafrán, y otras especias, ¿te acuerdas de despachar?
-Sí. Recuerdo el mostrador, los banastos de fruta, las legumbres, las conservas, las alpargatas, las sardinas arengues y las bombonas de butano. Para cobrar dos quesitos de un caja de ocho había que dividir el precio entre cuatro, era un juego.
-¿Ya no juegas?
-Con mis hijos.
-¡Ah, eres madre! ¿No te habrás casado?
Yo cogí aire y callé. Ella puso cara de defraudada.
-Y ellos ¿cómo son?
-Pequeños, aún.
-¿Cogen saltamontes?
-Aquí no hay donde.
-¿Van a la escuela?
-Al colegio.
-¿Te acuerdas de la escuela?
-Claro, con su estufa de leña que hacía humo, y la nieve al otro lado del cristal en invierno. Echo de menos el canto de los grillos en la Ermita del Cristo. Los juegos en Aquella Casa de la abuela que tenía baúles con ropa vieja y muebles de verdad.
-¡Pero te dan miedo las arañas!
-Bueno, antes me daban miedo las arañas patilargas del techo. Pero ya no. Una crece y cambia. Envejece y aprende.
-He sacado sobresaliente en matemáticas.
-Ya lo sé, y también sé de los varazos en los dedos antes del dictado. Aunque prefiero pensar en los paraísos de la calle patoja con su inolvidable olor, y las vistas a la fuente donde bebían las mulas, el lavadero rectangular, rodeado de oscura greda que servía como jabón, cuando no había otro, y la casa del tío abuelo Jaro con su antanilla picada en el suelo calizo y su chimenea de cuento.
-¿No harás olvidado el pastel de Roe Roe?
-No, claro, fue el primer cuento que leí.
-Bueno y ¿qué haces ahora? Cuéntame algo.
-Trabajo.
-¿En el campo?
-No, en una fábrica.
-Y ¿Te gusta estar encerrada?
-No, pero tengo que hacerlo.
-¿Por qué?
-Pues para terminar de pagar el piso y amueblarlo y criar a los chicos.
-Ah, y ¿tienes que trabajar toda la vida?
-De momento algunos años, luego ya veremos.
-¿Qué harás, o harías luego? No te rías, es que estoy dando los verbos.
-Estudiar y aprender todo lo que pueda.
-¿Dónde?
-Donde se me dé la oportunidad. Mira. Le enseñé el acerico de terciopelo añil que había hecho. Ella lo tocó y dijo:
-Me gusta mucho. Es muy suave.
Y se puso a jugar con los bonis, esos alfileres que tienen la cabeza de colores. Después quedó pensativa, me miró y preguntó:
-¿Aún lo guardas?
-Claro. Está aquí, en el costurero.
-¿Me lo enseñas?
Tiré del hilo de bordar que ya no usaba, rosa, de doble hebra. Tiré hasta dejar desnudo el papel que conocíamos, lo desdoblé, lo alisé, y le mostré su dibujo. Sonrió satisfecha y se puso en pie. Llevaba una falda tableada gris. Olía a invierno.
-Ayer fuimos al horno, yo soplé los moldes de las madalenas y me comí unas cuantas calientes. Bueno, y ahora me voy. Tengo deberes.
-Adiós, le dije pensando en las amapolas de los sembrados, en el tono dorado de las espigas maduras, en el olor a cáscara de almendra amarga del árbol de la abuela.
Doblé la hoja del cuaderno en cuatro veces, por las marcas del tiempo, enrollé alrededor el hilo de bordar que no uso, desde que se acabaron las tardes de costura amenizadas con la lectura del Quijote, cerré el costurero y dejé para otro día los bajos del pantalón. Madrugo mucho. Tenía sueño.
-Aquí se pueden hacer dulces en casa porque tenemos horno eléctrico, pero no salen igual y los compramos hechos para ahorrar tiempo.
Volvió la cabeza con una leve sacudida de trenzas.
-¿Tienes gato?
-No. Ahora, no.
-¿Cómo puedes vivir sin gato? La Colores ha parido cinco. Ha manchado un poco la alfombra de saco que cosimos a punto de cruz. ¡Pero son tan bonitos!