martes, 2 de diciembre de 2008

Mi otro yo


Arropé a los niños cuando se durmieron y me fui a sentar al comedor. Ese rato es para mí uno de los más agradables del día; silencioso, tranquilo, relajado, y a menudo útil, que suelo aprovechar para leer, si no estoy muy cansada o tengo mucho sueño, preparar la comida del día siguiente, o coser lo imprescindible. Abrí el costurero y cogí una hebra de hilo azul, el color más similar que encontré para meter el bajo de los pantalones vaqueros que me había comprado por la tarde. Mientras enhebraba la aguja al trasluz de la bombilla, un dedo infantil tocaba los bordes de la de la estampa de la tapa. Siempre hace lo mismo. Quité el volumen a la televisión.
La mano de la niña era regordeta, se le formaban hoyuelos en los nudillos.
-Hola, dijo, y se puso a pinchar con otra aguja el vestido de una bailarina, acribillando el bajo hasta formar un encaje nuevo. Un ruedo blanco de falsos bolillos. La estampa está aniquilada a pinchazos y aún se ve el dibujo, me sorprende que dure tanto.
-Hola, respondí, mientras medía con la mirada su brazo, desde la muñeca al hombro.
Llevaba un jersey rosa de lana gruesa, tejido a mano.
-¿Esta es tu casa?
-Sí, ahora vivo aquí.
-¿Te gusta vivir en un piso?
-Bueno… sí.
-¿No echas de menos el pueblo?
Su aliento olía como el agua de azúcar que nos daba mi madre para los males de garganta, y su cuerpo a lápices Alpino. Tuve que pararme a pensar antes de contestarle.
-No, todo no, sólo algunas cosas.
-¿Qué cosas?
-Pues… no sé muy bien. Recuerdo a padre trabajando en la era, y el picor del polvillo que se nos pegaba a la piel en el verano, las hileras de hormigas negras, la mula dando vueltas y la trilla arañando el grano con las esquirlas de piedra. Me gustaba sentarme en el rodillo a contemplar las nubes azafranadas del crepúsculo. También me agradaba el olor del pan recién traído del horno, todavía tibio, y la nata que hacía la leche al cocerse.
-En la tienda vendemos azafrán, y otras especias, ¿te acuerdas de despachar?
-Sí. Recuerdo el mostrador, los banastos de fruta, las legumbres, las conservas, las alpargatas, las sardinas arengues y las bombonas de butano. Para cobrar dos quesitos de un caja de ocho había que dividir el precio entre cuatro, era un juego.
-¿Ya no juegas?
-Con mis hijos.
-¡Ah, eres madre! ¿No te habrás casado?
Yo cogí aire y callé. Ella puso cara de defraudada.
-Y ellos ¿cómo son?
-Pequeños, aún.
-¿Cogen saltamontes?
-Aquí no hay donde.
-¿Van a la escuela?
-Al colegio.
-¿Te acuerdas de la escuela?
-Claro, con su estufa de leña que hacía humo, y la nieve al otro lado del cristal en invierno. Echo de menos el canto de los grillos en la Ermita del Cristo. Los juegos en Aquella Casa de la abuela que tenía baúles con ropa vieja y muebles de verdad.
-¡Pero te dan miedo las arañas!
-Bueno, antes me daban miedo las arañas patilargas del techo. Pero ya no. Una crece y cambia. Envejece y aprende.
-He sacado sobresaliente en matemáticas.
-Ya lo sé, y también sé de los varazos en los dedos antes del dictado. Aunque prefiero pensar en los paraísos de la calle patoja con su inolvidable olor, y las vistas a la fuente donde bebían las mulas, el lavadero rectangular, rodeado de oscura greda que servía como jabón, cuando no había otro, y la casa del tío abuelo Jaro con su antanilla picada en el suelo calizo y su chimenea de cuento.
-¿No harás olvidado el pastel de Roe Roe?
-No, claro, fue el primer cuento que leí.
-Bueno y ¿qué haces ahora? Cuéntame algo.
-Trabajo.
-¿En el campo?
-No, en una fábrica.
-Y ¿Te gusta estar encerrada?
-No, pero tengo que hacerlo.
-¿Por qué?
-Pues para terminar de pagar el piso y amueblarlo y criar a los chicos.
-Ah, y ¿tienes que trabajar toda la vida?
-De momento algunos años, luego ya veremos.
-¿Qué harás, o harías luego? No te rías, es que estoy dando los verbos.
-Estudiar y aprender todo lo que pueda.
-¿Dónde?
-Donde se me dé la oportunidad. Mira. Le enseñé el acerico de terciopelo añil que había hecho. Ella lo tocó y dijo:
-Me gusta mucho. Es muy suave.
Y se puso a jugar con los bonis, esos alfileres que tienen la cabeza de colores. Después quedó pensativa, me miró y preguntó:
-¿Aún lo guardas?
-Claro. Está aquí, en el costurero.
-¿Me lo enseñas?
Tiré del hilo de bordar que ya no usaba, rosa, de doble hebra. Tiré hasta dejar desnudo el papel que conocíamos, lo desdoblé, lo alisé, y le mostré su dibujo. Sonrió satisfecha y se puso en pie. Llevaba una falda tableada gris. Olía a invierno.
-Ayer fuimos al horno, yo soplé los moldes de las madalenas y me comí unas cuantas calientes. Bueno, y ahora me voy. Tengo deberes.
-Adiós, le dije pensando en las amapolas de los sembrados, en el tono dorado de las espigas maduras, en el olor a cáscara de almendra amarga del árbol de la abuela.
Doblé la hoja del cuaderno en cuatro veces, por las marcas del tiempo, enrollé alrededor el hilo de bordar que no uso, desde que se acabaron las tardes de costura amenizadas con la lectura del Quijote, cerré el costurero y dejé para otro día los bajos del pantalón. Madrugo mucho. Tenía sueño.
-Aquí se pueden hacer dulces en casa porque tenemos horno eléctrico, pero no salen igual y los compramos hechos para ahorrar tiempo.
Volvió la cabeza con una leve sacudida de trenzas.
-¿Tienes gato?
-No. Ahora, no.
-¿Cómo puedes vivir sin gato? La Colores ha parido cinco. Ha manchado un poco la alfombra de saco que cosimos a punto de cruz. ¡Pero son tan bonitos!

1 comentario:

Marian dijo...

Tu otro yo me ha transportado a mi niñez, que dulces recuerdos y que diferente forma de vivir entre la vida tranquila en los pueblos y el ajetreo de las ciudades.
Un beso.