martes, 14 de abril de 2015

Iguazú


Mateo ve alejarse su delgado cuerpo y cuenta las horas que le faltan para poder volver a verla. Suele venir todos los días, a eso de las diez de la mañana. Compra un pan payés, partido en rajas, y él cualquier día se va a cortar los dedos por mirarla. Buenos días, le dice, no le da más conversación. Alterna un hasta luego con un hasta mañana y los ata con un adiós. Así lo hace. Pero la otra mañana le deseó, les deseó, Feliz año Nuevo a él y a su señora, a los dos. Estaba ojerosa. Su mujer también tiene ojeras, por eso se casó con ella. El apoyo oscuro de sus ojos fue lo primero que le gustó de Elena. Sí, su mujer también tiene ojeras, pero son de otro color. Marrones. Las de Iguazú son malvas. No se llama Iguazú, claro, se lo ha puesto él en honor a lo que siente. Le da un vuelco el corazón cada vez que la ve y sus emociones se derraman con furia de cascada, como las cataratas.
Mira a Quietud arrastrar sus zapatillas viejas hartas de harina y se pone a pensar. Su mujer se llama Elena, pero él le puso Quietud hace mucho, mucho tiempo. Porque ella es la calma por más que trabaje y sude, que vaya o venga. Siempre Quietud.
Mateo adora las llamas tranquilas que arden y los unen, el crepitar de las ascuas que doran el pan que venden y que comen. El pan suyo y el que se come Iguazú. Claro que ha soñado amarla. Ayer le tocó la mano al devolverle el cambio, y todavía está tonto de pensarlo. Pero para eso basta con cerrar los ojos cada noche, con apagar la luz. Anoche hizo el amor con Quietud con la misma pasión de cuando estaban recién casados, de cuando aún eran novios. Besó por fin una y mil veces los labios carnosos de Iguazú. Su mujer los tiene delgados, pero anoche se le engordaron, mientras la besaba, o eso le pareció.
Ahora acaba de irse, pero hoy ha sido Elena quien le ha despachado. Mateo no ha tenido valor, se ha limitado a mirar su cuerpo, que tiene un escorzo danzarín, ahogándose de emoción, arrimado a la boca caliente del horno. Y está esperando que se acabe la mañana, la tarde de hoy, la noche, y que amanezca pronto y lleguen por fin las diez de la mañana para que vuelva a salpicarle el agua fresca y limpia de las cataratas.
Realmente no espera nada más. Sólo aguanta la salvaje caída del agua durante unos instantes al día. Cinco minutos, diez a lo sumo. Los mil cuatrocientos treinta y cinco restantes le gusta pasarlos en calma. La tempestad está bien, se  desea, se busca, y se necesita de vez en cuando. Pero la furia acuática es como un sueño. Y es lindo soñar, y Mateo duerme y sueña. Pero, si ha de elegir, prefiere estar despierto.
No, nunca le dirá nada a Iguazú. Necesita el ruido, es estrépito del agua, durante cinco minutos al día, diez a lo sumo, y el resto del tiempo tranquilidad. Veinticuatro horas de Quietud es lo que tiene, y es lo que quiere. No es necesario que elija.
(Este es uno de los relatos que más satisfaciones me ha dado, fue 1º Premio de la revista Escribir y Publicar en al año 2001)

miércoles, 1 de abril de 2015

El mismo tam tam


Pasó del bienestar absoluto al mayor desasosiego. De flotar sin más preocupación que disfrutarlo a sentir la imperiosa necesidad de desplazarse. De tener el estómago lleno y pacífico a sentir un vacío inmenso y una marea nueva que le impelía a salir, a buscar alimento fuera. Su cabeza provocó las primeras contracciones. Su cuerpo a proporción más pequeño iba detrás. Era duro empujar, costaba trabajo abrirse paso por el estrecho canal, caliente y pegajoso. Atravesar ese conducto cansaba y dolía. Pero por algún motivo, todavía incomprensible, resultaba necesario.

En el primer recodo olía a infancia; un canturreo en clase de matemáticas para aprenderse las tablas de multiplicar y un golpe en la espinilla, junto al borde del babi azul, a la hora del recreo. Luego, en la juventud, el sabor de un primer beso y el dolor de unos labios que se alejan para siempre custodiando la dulzura de su lengua, la suavidad de sus dientes. Hubo estatuas en los jardines y de vez en cuando la insólita visión de una ardilla y la cola de un pavo real abierta en forma de abanico. Horas de disciplina militar, de sueño y de vigilia, de libros de medicina, y más tarde de consultas, algunas a deshora. Después una boda y un hijo. Otro hijo y un divorcio. Convenciones, champán, viajes y cenas. Traslados de hogar por los cinco continentes. Cuentakilómetros, soles, colinas que subir, conciertos que escuchar, amaneceres, aviones, barcos, a veces trenes. Supo en qué bolsillo guardaban sus secretos las mujeres. Un sinfín de búsquedas y encuentros, de silencios y diálogos, de sucesiones tan maravillosas y habituales como el día y la noche. Y luego el ocaso que da comienzo al fin. Pasó del malestar absoluto a flotar en la mayor paz.

La fricción del túnel materno apretando la carne en su carita. Doblando hacia adentro los huesos de su cráneo. Parar y seguir empujando. Sudor y sangre. Jadeos. A un plof que tiene que ver con el agua de los ríos y del mar, con peces que resbalan, con semen y sebo, salió a una luz deslumbrante, cegadora. Unas manos grandes lo cogieron de los tobillos y lo agitaron en el aire, cabeza abajo, le dieron golpecitos en las nalgas, y lloró. Lo apoyaron en el pecho de su madre y notó los latido de su corazón, igual de rítmicos, pero un poco más acelerados que cuando estaba dentro. El tam tam de la vida. El ciclo que empezaba y terminaba al mismo tiempo, porque el trayecto recién recorrido no haría otra cosa que repetirse en adelante, y las mismas sensaciones volverían a instalarse en los recodos de sus sesos en multitud de situaciones. Nacer y morir es lo mismo. En el tiempo que dura encontrar la salida del laberinto no somos más que un pez que resbala en el agua, o una muestra de piel al viento. Pequeños, grandes. Mojados, secos.