jueves, 21 de febrero de 2008

Sevilú

En Sevilú cosíamos y cantábamos. Letras del grupo Jarcha, (Libertad sin ira) de Serrat, (Lucía) de Luis Eduardo Aute, (Fue en aquel cine ¿te acuerdas? En una mañana al este del Edén…) de Cecilia (Dama, dama, de alta cuna de baja cama…) Cuchi forraba botones de tela para rematar las prendas de lencería femenina que confeccionábamos. Pijamas, picardías, y conjuntos de bata y camisón, a veces de blonda blanca para novias.
Esos, los de las novias, son los que más trabajo daban porque iban forrados de tul y había que prepararlos, prendidos con alfileres, antes de pasar a las máquinas de coser. Normalmente nos quedábamos a hacer horas extraordinarias con la angustia de no poder avisar a nuestras madres. Había teléfono en el bar, y María, la patronista, nos permitía llamar desde la oficina cuando nos veía preocupadas, pero era imposible porque no había teléfono en nuestras casas. No era raro en aquellas tardes ver correr unas lágrimas.
-¿Niña, qué te pasa?
-Mi madre se va a preocupar por mí, no sabe nada.
Casi todas pasábamos un mal rato el primer día. Los siguientes ya todo era risa. Nuestras madres estaban avisadas. Tomábamos un bocadillo dando un paseo hacia la finca El Paraíso, enorme, con la reja llena de flores, y nos echábamos los piropos de los trabajadores al bolsillo de la bata. Las pequeñas saltábamos a la goma cuando hacía sol y tirábamos bolas de nieve cuando nevaba y las mayores se reían de nuestro recreo: Estas niñas se creen que todavía están en el colegio.
En Sevilú nos reíamos mucho todos los días, con cualquier motivo, sólo a veces lloraba alguna aprendiza. Pero Cuchi tenía un rato reservado a momo todos los días, la veías entre las mesas del corte buscando retales de colores y quejándose.
-¿Qué te pasa, Cuchi?
-Tengo mil quinientos botones de esta referencia, qué voy a hacer, no me va a dar tiempo a terminar.
-No te preocupes, que los pongan de pasta.
Al día siguiente lloraba en su puesto, agarrada a las bolas que tenía que presionar para que el botón quedara hecho.
-Cuchi, ¿qué te pasa?
-No tengo botones, me van a quitar de la máquina.
-¡Cualquiera te entiende, hija, nunca estás conforme!
O bien:
-Ahora viene una marcada de tres mil batas, y llevan siete botones cada una, no me va a dar tiempo, y además seguro que no encuentro retales de terciopelo suficientes.
-Qué sí mujer, verás como te da tiempo, y ya sabes que cuanto más corten más recortes sobran, tela no ha de faltar.
-Qué no, multiplica tres mil por siete, ya verás que cifra: veintiún mil botones, casi nada. Y encima son para Galerías Preciados.
Aquello se convirtió en un motivo fresco de risa, y al verla compungida, o sentirla hipar, en vez de preguntar qué le pasaba, Margarita decía con sorna entre el vapor de su plancha, que estaba justo detrás:
-¿Qué, son “pa” Galerias?
Y Cuchi se afiliaba otra vez al sindicato de una risa adolescente, contagiosa y generalizada, que ponía cara de sargento, verde de envidia, a la encargada.
Esto que cuento sucedió hace treinta años, pero la foto es de ayer tarde, porque mantenemos la amistad y nos gusta contarnos cómo nos va la vida. El café duró tres horas.

lunes, 18 de febrero de 2008

Confesión


Confieso que no entré a la iglesia a rezar, sino a ver “santos”, porque el edificio era tan bonito por fuera, tan antiguo.
Mucho me sorprendió un libro de san Agustín, y no sé cuál otro, encima de una mesa vestida de terciopelo púrpura, entre folletos de beatos, estampas de santos y sobres para donativos.
La cultura por fin al alcance de cualquiera, pensé mientras lo hojeaba.
Ya cerca del altar, en una doble losa de mármol blanco, leí los nombres de los caídos en 1936, sus apellidos, sus edades. Sentí posarse en mis hombros todo el peso del dolor de un pueblo, independientemente del bando al que pertenecieran. ¿A qué bando puede pertenecer un chico de 16 años? ¿Se puede ser sólo de un color, tan temprano? Y, en todo caso: ¿Da un color diferente derecho a matarlo?
Otra cifra me exprimió los ojos, la mano derecha de un cuatro, en mi ojo izquierdo, la mano izquierda de un siete, en el derecho. Tu edad eterna.
Salí del templo.
Un viejo plantaba cuatro rosales cerca y volaron sobre mí, Julián, siete cigüeñas.

jueves, 14 de febrero de 2008

Hoy


Tiene veintidós años y se apellida Amor, es auxiliar de enfermería. Esta mañana ha tenido que realizar un curso en Prevención de Riesgos Laborales. Ayer me pidió que la acompañase. A las nueve de la mañana estábamos en la calle Bravo Murillo, de Madrid. Cuando ha terminado, una hora y media después, nos hemos ido a descubrir el mundo juntas. En el metro un violinista tocaba El lago de los cisnes y le he dado un euro. En otra esquina la melodía de un acordeón nos ha hecho bajar a su ritmo los peldaños de la escalera. Y nos ha dado risa un techo tan bajo que casi lo rozábamos con la cabeza. Hemos ido de la calle Sagasta a Sol, andando. Coger una taza de humeante café, después de la caminata, ha sido un bálsamo. En una librería antigua le he dicho que el olor de los libros es al cerebro lo que el de los pasteles al estómago, o algo parecido. Pero esa frase no es tuya, ha replicado. Cómo que no, si acabo de pensarla y de decirla. Entonces apúntala, ha insistido, lo cual significa que le gusta. Y no siempre es fácil que tus cosas gusten a los hijos.
Hemos visto quioscos de forja, limpiabotas, locales que olían a incienso, tiendas de té, edificios de todos los estilos (precioso el de la Sociedad General de Autores) y gente de todos los pensamientos. Desde un escaparate me ha guiñado el ojo una camisa, que por suerte era de mi talla. Y luego, ya en la plaza, ella ha comprado lana para terminar la alfombra que hace tiempo tiene empezada. Cuando le he pedido que me hiciera una foto con las madejas de colores al fondo, se ha sorprendido un poco. Había quietistas, un hombre que tocaba en copas de cristal y otro que hacía sonar un instrumento extraño, desconocido para nosotras.
Y luego hemos ido a la estación de Atocha.
A las cuatro menos cuarto de la tarde, después de comer en un Índalo que hay en la base de una torre azul, en La Garena, de Alcalá de Henares, ella se ha ido a la clínica dental donde trabaja y yo he venido a casa, he encendido el ordenador y me he puesto a escribir que comía mal de pequeña, que lloraba mucho y dormía poco. Pero a estas alturas de febrero los almendros están en flor y la pureza de su blancura me dice que valieron la pena tantos desvelos. No porque tenga veintidós años, ni porque sea auxiliar de enfermería, ni porque se apellide Amor, ni porque sea mi hija. No. No es por eso.

jueves, 7 de febrero de 2008

Libros


Tengo un libro usado. Viejo. Manoseado. Cansado de andar y ser leído. Achacoso, extenuado. Triste, asfixiado. Destripado. Tengo un libro…

vivo.