La tía Eloísa vive en el museo del vídrio. Se encarga de retirar el polvo de las piezas con
un plumero. Nunca ha querido confesar su edad. Sólo sabemos que pertenece a otro tiempo. Lleva el pelo
recogido en la nuca con una peineta de carey. No se tiñe las canas, no se pinta. Viste de oscuro y habita un
cuarto de dieciseis metros cuadrados más allá del porche, donde no llegan los turistas ni los
grupos de mujeres que lo visitan. Tiene una cama de niquel con colchón de lana, una mesilla de nogal con orinal de cerámica, un armario estrecho y una balda con un par de
zapatos para cada día de la semana. Habla de los
diferentes tipos de grabados que adornan el cristal; veneciano, al ácido, y a la arena el más antiguo y que a ella más le gusta. Su pieza favorita es una frasca del siglo
XVIII labrada, la de mi hermana una compotera decimonónica y la mía un pequeño embudo de 1787, aunque también me gusta un tintero de 1830, y un esenciero con
forma de fuelle.
La mala suerte, sus años y un trozo de suelo congelado en el patio, la han
hecho resbalar y romperse varios huesos. Tía Eloísa tiene ahora la voz de una niña a punto de echarse a llorar. Ya no habla del polvo
que acumulan los recipientes de farmacia. Dice cosas muy extrañas:
—Enamorarse es sentarse en una nube a mirar tejados. Estar loca y
disfrutarlo. Vivir en el fondo del mar con una escama en cada poro. Volar. Yo
he sido una mujer con alas, aquí donde me veís, porque él me amó y lo amé.
Parece triste
al pronunciar y sin embargo se le iluminan los ojos cuando habla, y se le
arquean los labios cuando parece soñar y calla.