lunes, 11 de agosto de 2008

Casa Patas

Hay lugares cuya imagen se viene contigo adherida a la retina, aires que te acarician de una forma inolvidable y te doran la piel aunque hayas tenido la precaución de permanecer a la sombra, hay aguas en las que sumerges los pies y te van lamiendo hacia arriba hasta darte un beso de espuma en la coronilla, y hay cielos cuyas estrella te hacen sentir andaluza. Luego están los duendes que se cuelan suavemente bajo tu piel y te encienden los poros del entusiasmo en el cerebro, esos encargados de dar la orden de sentir emoción a todo el cuerpo.
Ocho días en Cádiz, tomando el café ¿con leshe? Y una ama el cielo que contempla y la tierra que pisa.
Vivo en Madrid, donde no hay mar, ni leshe, pero sí hay flamenco. El sábado estuve en Casa Patas, viendo el espectáculo. Volví a vibrar con un arte que no soy quien para explicar. Pero lo entiendo.
El sudor de Amador Rojas caía por la nariz desde su frente. Se ganó el pan y el jamón.
“De Madrid al cielo” y si es el de Cádiz, limpio y estrellado, mejor.


viernes, 8 de agosto de 2008

Azul turquesa

Color turquesa, Maxi, azul turquesa son los cinco huevos de la collalba que me encontré ayer. Ya ni me acordaba del nombre de esa piedra semipreciosa, ni de la joya que compone el nido del pájaro; ni que fuera un orfebre. Cuando íbamos tú y yo juntos por los altos de la Cobatilla y encontrábamos alguno nos bastaba con decir que tenían el mismo color que los huevos de los tordos, que venía a ser azul celeste. Pero mira, luego uno crece y empieza a ponerle etiquetas a casi todo. Azul turquesa. Cinco huevos.
El caso es que ayer no iba contigo -¿cuánto hace que no hemos ido juntos al campo? ¿Treinta, cuarenta años?-. Ayer me acompañaba ella. Desde que comenzó esta primavera, hemos salido varias tardes. Cruzamos un barranco, subimos un repecho y, al otro lado, paseamos por una dehesa desde la que, allá lejos, veo nuestra sierra de Altomira, por donde tú y yo zascandileábamos. La vegetación es la misma; te bajas del coche y en cuanto pisas el tomillo asciende y te envuelve su aroma y a mí eso me trastorna, me traslada cuarenta años atrás.

Empezamos a caminar, atravesamos sembrados, qué secos, que mezquinos hogaño por la sequía, Maxi, si los vieras-, pisamos yermos que yo siempre rebusco, por si espanto a la totovía que aún andará empollando. De las retamas o de las carrascas salen las parejas de perdiz, apeonando, las abubillas atraviesan nuestra ruta, volando, siempre a lo suyo, las urracas se chivan al campo de nuestra presencia...

Habíamos empezado a sudar y nos vino bien una ladera a la sombra de un encinar. Enfrente teníamos un barbecho arado hace menos de dos semanas; lo sé porque la tierra, como no ha llovido, está hecha polvo. Después de llover se hace costra. Teníamos el sol detrás y el paraje era hermosísimo. Mientras charlábamos, yo no paraba de mirar hacia el barbecho porque de vez en cuando descubría un aleteo. De pronto, a unos cien metros, vi un pajarillo, una collalba hembra; ya sabes que tienen un vuelo peculiar, entrecortado, y que cuando se paran no dejan de balancearse, como si amagaran para salir volando, por eso la reconocí. Iba saltando de terrón en terrón hasta que desapareció en medio de unas pajas. Calla, calla, le dije a ella, mira, a lo mejor tiene el nido allí. Al poco la vi salir volando, esta vez con decisión, alejándose. Pero no tardó ni un minuto en venir el macho. Se paró exactamente en los mismos terrones, dio exactamente los mismos pasos, pero no desapareció más que un par de segundos. Tienen el nido allí, seguro. Tomé una referencia, un mojón Maxi, como hacíamos tú y yo, y una piedra que blanqueaba igual que la luna llena. A la izquierda, un matojo, y entre éste y la luna un resto de rastrojo. Quédate aquí y, si me desvío, me corriges, fíjate en aquella piedra que refulge ¿la ves?
Corrí los primeros cincuenta metros, sin perder de vista el mojón. Seguí después paso a paso, librando tres o cuatro surcos con cada zancada. Enseguida estuve a quince metros de la piedra y me paré, inspiré antes de continuar, ahora mucho más despacio, surco a surco. Y lo vi, debajo del lomo de un terrón, bien cubierto. Cinco huevos azules, del color de los tordos, Maxi. Tendrías que haberme visto saltar, gritarle a ella que viniera para enseñarle el tesoro, como un crío, igualito, primo, que cuando íbamos tú y yo juntos por los altos de la Cobatilla. Llegó pero no quise enseñárselo. Párate aquí, y encuéntralo tú sola. Lo tienes a menos de veinte metros; tienes que ir mirando bien; no, no lo pisarás, yo estaré al tanto.

Tardó un poco, pero lo encontró. Y también se emocionó, aunque más por mi alegría que por sí misma. Volvimos felices a casa. Hoy regresaré para hacer unas fotos. ¿Sabes Máxi lo que hice la última vez que encontré un nido de collalba? La hembra estaba dentro del nido, pegada a mi pie derecho, y yo llevaba mi tirador, el que habíamos armado juntos. Sí, le disparé. Fíjate si he cambiado. Ahora me contento con verlo, y enseñarlo. ¿Me habré vuelto mejor persona? ¿Habré madurado? ¿O simplemente he envejecido? Lo que puedo asegurarte, primo, es que la emoción fue igual de intensa, aunque ahora sepa que los huevos de la collalba son de color turquesa, y que tú y yo nunca más volveremos a buscar nidos juntos.
                                                                                                                                                J.Orozco