viernes, 8 de agosto de 2008

Azul turquesa

Color turquesa, Maxi, azul turquesa son los cinco huevos de la collalba que me encontré ayer. Ya ni me acordaba del nombre de esa piedra semipreciosa, ni de la joya que compone el nido del pájaro; ni que fuera un orfebre. Cuando íbamos tú y yo juntos por los altos de la Cobatilla y encontrábamos alguno nos bastaba con decir que tenían el mismo color que los huevos de los tordos, que venía a ser azul celeste. Pero mira, luego uno crece y empieza a ponerle etiquetas a casi todo. Azul turquesa. Cinco huevos.
El caso es que ayer no iba contigo -¿cuánto hace que no hemos ido juntos al campo? ¿Treinta, cuarenta años?-. Ayer me acompañaba ella. Desde que comenzó esta primavera, hemos salido varias tardes. Cruzamos un barranco, subimos un repecho y, al otro lado, paseamos por una dehesa desde la que, allá lejos, veo nuestra sierra de Altomira, por donde tú y yo zascandileábamos. La vegetación es la misma; te bajas del coche y en cuanto pisas el tomillo asciende y te envuelve su aroma y a mí eso me trastorna, me traslada cuarenta años atrás.

Empezamos a caminar, atravesamos sembrados, qué secos, que mezquinos hogaño por la sequía, Maxi, si los vieras-, pisamos yermos que yo siempre rebusco, por si espanto a la totovía que aún andará empollando. De las retamas o de las carrascas salen las parejas de perdiz, apeonando, las abubillas atraviesan nuestra ruta, volando, siempre a lo suyo, las urracas se chivan al campo de nuestra presencia...

Habíamos empezado a sudar y nos vino bien una ladera a la sombra de un encinar. Enfrente teníamos un barbecho arado hace menos de dos semanas; lo sé porque la tierra, como no ha llovido, está hecha polvo. Después de llover se hace costra. Teníamos el sol detrás y el paraje era hermosísimo. Mientras charlábamos, yo no paraba de mirar hacia el barbecho porque de vez en cuando descubría un aleteo. De pronto, a unos cien metros, vi un pajarillo, una collalba hembra; ya sabes que tienen un vuelo peculiar, entrecortado, y que cuando se paran no dejan de balancearse, como si amagaran para salir volando, por eso la reconocí. Iba saltando de terrón en terrón hasta que desapareció en medio de unas pajas. Calla, calla, le dije a ella, mira, a lo mejor tiene el nido allí. Al poco la vi salir volando, esta vez con decisión, alejándose. Pero no tardó ni un minuto en venir el macho. Se paró exactamente en los mismos terrones, dio exactamente los mismos pasos, pero no desapareció más que un par de segundos. Tienen el nido allí, seguro. Tomé una referencia, un mojón Maxi, como hacíamos tú y yo, y una piedra que blanqueaba igual que la luna llena. A la izquierda, un matojo, y entre éste y la luna un resto de rastrojo. Quédate aquí y, si me desvío, me corriges, fíjate en aquella piedra que refulge ¿la ves?
Corrí los primeros cincuenta metros, sin perder de vista el mojón. Seguí después paso a paso, librando tres o cuatro surcos con cada zancada. Enseguida estuve a quince metros de la piedra y me paré, inspiré antes de continuar, ahora mucho más despacio, surco a surco. Y lo vi, debajo del lomo de un terrón, bien cubierto. Cinco huevos azules, del color de los tordos, Maxi. Tendrías que haberme visto saltar, gritarle a ella que viniera para enseñarle el tesoro, como un crío, igualito, primo, que cuando íbamos tú y yo juntos por los altos de la Cobatilla. Llegó pero no quise enseñárselo. Párate aquí, y encuéntralo tú sola. Lo tienes a menos de veinte metros; tienes que ir mirando bien; no, no lo pisarás, yo estaré al tanto.

Tardó un poco, pero lo encontró. Y también se emocionó, aunque más por mi alegría que por sí misma. Volvimos felices a casa. Hoy regresaré para hacer unas fotos. ¿Sabes Máxi lo que hice la última vez que encontré un nido de collalba? La hembra estaba dentro del nido, pegada a mi pie derecho, y yo llevaba mi tirador, el que habíamos armado juntos. Sí, le disparé. Fíjate si he cambiado. Ahora me contento con verlo, y enseñarlo. ¿Me habré vuelto mejor persona? ¿Habré madurado? ¿O simplemente he envejecido? Lo que puedo asegurarte, primo, es que la emoción fue igual de intensa, aunque ahora sepa que los huevos de la collalba son de color turquesa, y que tú y yo nunca más volveremos a buscar nidos juntos.
                                                                                                                                                J.Orozco

2 comentarios:

. dijo...

y ya empezó el otoño, carmen
y aqui la primavera...y no se qué decir

emocionante relato, como siempre q busco sentir, me vengo un ratito a tus blogs, ah, y lo leí con la musica q esta más abajo, hermoso

un abrazo, siempre te recuerdo :)
besos
claudia

Carmen dijo...

Claudia, con este comentario has hecho un regalo de cumpleaños a quien lo escribió, mi hermano.
Son esas cosas de la vida, esas casualidades que nos dejan perplejos. Era imposible que tú supiras, que imaginaras, y sin embargo acertaste en la fecha.

He leído un libro que se titula "Muchas vidas muchos maestros", donde dice que nos rodeamos de personas que tuvieron algo que ver con nosotros en existencias anteriores y encontramos placer al relacionarnos con quienes nos hicieron bien o nos enseñaron algo, no se si "vos crees" en algo de esto pero yo estoy segura que nos conocimos de cerca o nos conoceremos y de ahí ese buen sentir, esas chispas cuando cruzamos cuatro letras sin habernos visto nunca.

Un besazo