jueves, 21 de noviembre de 2013

Negra

Yo una vez fui negra. Era martes por la tarde, lo recuerdo muy bien. Doña Lucía, la maestra, apenas nos hacía trabajar después de comer. Las matemáticas y el lenguaje se daban por la mañana, luego, de tres a cinco, se hacían trabajos manuales y los martes las niñas cosíamos mientras ella leía pasajes del Quijote, travesuras de Antoñíta la fantástica o aventuras de un guerrero africano llamado Orzowey.
También recuerdo que era mayo. Los altares a la virgen estaban puestos todo el mes, llenábamos frascos de cristal con rosas y todos los días cantábamos "Con flores a María" al entrar en clase . El agua de los frascos se enturbiaba enseguida y olía a podrido cuando se tiraba, pero las flores, frescas o marchitas, olían siempre bien.
Aquel martes estuvimos en la selva mientras bordábamos pétalos rosados en el embozo de una sábana y su almohadón. Había que cruzar los hilos por debajo para que se transparentara el color, las hojitas estaban dibujadas en la tela, doña Lucía calcaba los diseños con un papel de seda. En la selva llovía esa tarde y el agua llovida lavaba las heridas de nuestro guerrero favorito a la hora de demostrar su hombría, él apartaba ramas verdes y brillantes con su lanza para poder pasar.
Terminado el capítulo recogimos la costura y nos pusimos en doble fila para salir.
 —Tú eres negra, me dijo la ratoncilla, una chica pecosa con la piel casi transparente de blanca, la nariz muy fina y ojillos grises.
Abrí la boca para rebatírselo, porque las dos nacimos en el mismo sitio, pero no dije nada. Mi piel era mucho más oscura que la suya y mi pelo era absolutamente negro, rizado. Cerré la boca y me quedé muda cuando al poner el primer pie fuera del aula crecieron helechos en el suelo, de ordinario seco y polvoriento. Hacía mucho calor, un calor distinto, húmedo, cercano y envolvente. Puse fuera el otro pie y apareció una palmera. Las demás niñas desaparecieron. En el siguiente paso vi monos dando gritos y saltando. Luego llovía a cántaros y una serpiente se enroscó en la rama de una árbol enorme que yo no había visto nunca. El agua de esa lluvia era caliente y yo iba descalza. No había polvo en el suelo, ni tierra, todo era verde, todo era selva. Miré la pupa de mi rodilla izquierda, tan oscura como el resto de la piel, los pies y las manos por las dos caras, las palmas mucho más claras que el envés. Me toqué los brazos negros, los aros grandes en las orejas pequeñas, suaves y pegadas a la cabeza, la nariz ancha y los pómulos pronunciados, las trenzas que salían del cráneo, los labios gruesos y la altanera, mandíbula separada del cuello.
Duró hasta que llegué a casa. Nadie se sorprendió, ninguno de mis hermanos dijo nada, ni siquiera lo notó mi madre que era la única persona capaz de adivinar incluso las cosas que no se ven.
Pero os aseguro que yo una vez fui negra.

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