viernes, 23 de enero de 2015

Anchoas


Muchos años después el hombre sonríe al abrir el frigorifico y ver el tarro dentro, sonríe al abrirlo y olerlo, y sonríe también cuando las saborea. Su novia al salir de la conservera, con el pelo recogido en una coleta y una falda de vuelo que se movía alrededor de sus caderas, preguntaba:
—¿Huelo a anchoas?
—Qué va, hueles a mar cantábrico, reina, contestaba él dándole un beso.
Se casaron, tuvieron dos hijos y un perro. Una vida sin grandes triunfos ni grandes penas. Hace mucho tiempo que ella dejó de trabajar en la fábrica y él de ir a buscarla. Ya están jubilados, tienen algunas gallinas ponedoras y una huerta discreta que da para el gasto de la casa. Suelen cenar una ensalada de lechuga o de tomate con aceite, orégano, aceitunas negras y queso fresco. Algunas noches el saca él tarro de la nevera, sonriendo, pone dos o tres para cada uno sobre una rebanada de pan tostado untado con ajo.
Ella lo conoce bien y espera sus palabras, sonriendo, ahora lleva el pelo canoso recogido en un moño y tiene las manos quietas en el halda.
—Hueles a anchoas, sirena, le dice el viejo después de cenar.
—Mentiroso, huelo a mar, le dice ella, y se dan un beso.

(Este relato es quinto premio en el I Certamen A qué sabe Cantabria)


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